De arte, exposiciones y las palabras que las hacen amables

¿Qué busca la gente que acude a exposiciones de arte? No dejo de preguntármelo. Es parte de mi trabajo, desde luego. Pero ante todo, me pica la curiosidad.

Sé por qué voy yo (y por qué no voy, cuando no voy). En ambos casos, la razón es la misma: es mi trabajo. En ocasiones, me interesa aprender un poco más sobre tal o cual autor, desde una perspectiva histórico-artística, pensando que una exposición puede hacerme cambiar de idea sobre lo que creo que sé: puede lanzarme preguntas y ofrecerme conclusiones diferentes a las que esperaba. Y eso es divertido. Otras veces, lo que me apetece conocer no es tanto el objeto expositivo en sí como la manera de hacerlo llegar al público. ¿Habrán resumido esta vez los larguísimos textos de introducción que siempre cuelan? ¿Se basarán  únicamente en poner una obra detrás de otra o habrá algún recurso expositivo extra? ¿Cómo será la audioguía?

Otras veces, el agotamiento de hacer este ejercicio de reflexión una y otra vez con mis propios textos es lo que me frena a la hora de escoger una actividad de mi tiempo libre relacionada con los museos. Últimamente, solo voy a los museos a trabajar y no a disfrutar. Así que me apetece desligar mi tiempo de ocio de esas instituciones y todos sus inconvenientes: las colas interminables, las salas atestadas, el listo de turno que se las sabe todas y no deja de molestar, el precio de las entradas cada vez más caro a pesar de que siguen ofreciendo el mismo servicio… Y un largo etcétera.

Entiendo por qué las personas de mi entorno, con formación en cualquier carrera de Humanidades y trabajos relacionados con el mundo de los museos, pueden desear ir a las exposiciones. Más o menos por las mismas razones que yo.

Pero, ¿qué pasa con todos los demás? Hay muchísima gente que jamás se ha interesado por el mundo del arte y sin embargo ahora visita exposiciones. También hay gente que no tiene formación específica en la materia y, a pesar del tono exageradamente científico de muchas exposiciones, no tiene reparo en acudir. ¿Por qué están allí? ¿Qué experiencia quieren llevarse a casa?

Puede ser un simple «yo estuve allí» o tener un tema de conversación para el próximo lunes por la mañana en el trabajo: en cualquiera de estos dos casos, espero que sean los menos. Puede que simplemente disfruten con la experiencia estética de la contemplación de obras de arte. Puede que tengan interés en saber algo más de las obras o los autores. Puede que algunos se pregunten qué hacen todas esas obras juntas y por qué están dispuestas en ese orden. Puede que otros, sencillamente, recorran las salas revoloteando con libertad, según les apetezca, sin pensar mucho a dónde les llevan los pies, guiados por su gusto o su curiosidad.

Lo que sí tengo bastante claro es que, los que acuden atraídos por el discurso científico y las conclusiones de la investigación previa llevada a cabo para plantear la exposición, son minoría. Solo los especialistas en la materia. Quizá algunos estudiantes y puede que ni siquiera ellos.

En cualquier caso, es una pregunta que retumba cada vez con más fuerza en mi cabeza. Sobre todo cuanto tengo que empezar a escribir un texto para una exposición, ya sea para panelería o recursos expositivos varios; ya sea para las audioguías, en la mayor parte de los casos. ¿Qué esperan escuchar todos aquellos que alquilan la audioguía? Evidentemente, si tuviera esta información, condicionaría por completo el contenido y la manera de presentarlo. Pero, de momento, sin un buen feedback, ayudada solo en ocasiones por amigos generosos que siempre valoran muy bien mi trabajo, demostrando más cariño que un criterio objetivo; y sin encuestas porque, quién se va a prestar a completar una encuesta voluntaria al terminar el recorrido… De momento, no puedo hacer más que intentar ponerme en la piel del visitante: lleva dos horas recorriendo aquellas salas incómodas, con el aire acondicionado a 20 grados para el bien de las obras (y por tanto, pasando frío si es verano), está cansado, quizá tenga sed o hambra, hay mucha gente, una marabunta de cabecitas que se agolpan ante la misma obra que él quiere ver, porque es la misma que tiene el icono de la audioguía con el número que hay que pulsar, y curiosamente, parece más pequeña y más fea que esa otra obra que está al lado, abandonada por el público, exhibiéndose sin pudor, pero no, esta es la importante, lo dice el aparato, por algo será, pero qué más me van a contar, si ya me han vendido la vida entera de este señor, que si rompió las normas del arte de su tiempo, que si blablablá…

Solo se me ocurre escribir poco, lo justo. Intentar no cansar. Ser prudente. No puedo subir la temperatura de la sala, ni hacer que desaparezca el resto de visitantes. Pero puedo intentar que se olvide de todos esos inconvenientes. Solo funciona la emoción. Y como no conozco la suya, trabajo con la mía. Mi emoción, en el arte, es ese momento en que el cerebro hace «clic» y después de mirar una obra durante un buen rato, los ojos descubren ese algo que la hace especial. Pero no quiero tomar al visitante por tonto. No, no le voy a decir: «mire aquí». Voy a pintar con las palabras la obra que quiero que vea. Y voy a intentar que su cerebro también haga «clic» y se emocione con el mío.

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